SOBRE LA REALIDAD
(virtual o no)

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Índice
   
  Prólogo
   
  Primera parte
  Sobre la realidad
  Constantes y variables
  Ser y Naturaleza
  El bucle del ser
  Ser y verdad.
  El ser es lo que es siendo
  Ser y Realidad
   
 

El signo y la palabra. Indagaciones

  El signo y la palabra. Mutación e invariancia.
  El cambio constante. Copresencia en el cambio.
  Doble vínculo. El continuo del ser
  Constantes.
  Telos y Formas.
   
  Teleología y Ciencia
  Filosofía y Sociedad.
  Nuevo Modelo.
  Sistemas y Subsistemas.
  Algunas implicaciones.
  Humanización y dinámica de los opuestos.
   
  Cambio de Era
  Un mismo mundo.
  Permanencia en el Cambio.
  Ruptura.
  Técnica y Telos.
  Comunicación y Era Común.
   
 

El Telos Humano

  Continuidad.
  El Telos Humano.
  Cierre y Apertura.
   
  Segunda parte
  Del otro lado. comentarios hipertextuales
  1. El hipertexto y el continuo no-dual
  2. El zen y la Era Común.
  3. Vida y objetividad.
  4. Sobre el horror.
  5. El pensamiento en ejecución.
  6. Sobre Mendelssohn.
  7. Lo virtual
  nuevos comentarios (on-line)
  8. ¿Quién teme a esa tontería del ser?
  9. Medios in-mediatos
   
  Referencias
 

 

El signo y la palabra. Mutación e invariancia

Que la realidad es efímera, que hay una cierta efimereidad en lo real experienciable es tan evidente como que hay una cierta constancia, una cierta permanencia en ella. Por causa de esta última característica, la permanencia, ya hemos visto cómo, gracias a la existencia del pensamiento científico, nos es posible a pesar de todo establecer reglas (leyes) con las que manipular lo real experienciable para nuestra conveniencia.

Esta doble cualidad -efimereidad y permanencia- que caracteriza a la naturaleza se hace presente también en nosotros como parte integrante de la misma, de manera que no sólo nuestros cuerpos1 sino también nuestras extensiones, las prolongaciones, los productos del ser humano (como por ejemplo la Palabra, única conceptualmente -logos- pero variable según el lugar y la época), se ven afectados por esta doble cualidad.

De ahí que la ciencia, los modelos científicos productos del hombre estén en continua evolución. Esta característica evolutiva de la propia ciencia, sin embargo, no es percibida así por la inmensa mayoría debido a la enseñanza ahistórica que de las disciplinas científicas se ofrece durante la etapa escolar básica. Pese a todo, ya hemos visto someramente cómo en el transcurso de los siglos XIX y XX se ha ido desterrando del pensamiento científico el criterio de la objetividad absoluta dando paso a una concepción dinámica de la realidad una vez desechada de ella la quimera de las esencias inamovibles.

Esta pérdida no ha significado, sin embargo, el paso a un subjetivismo inoperante e inmovilista. De hecho es al revés, hemos ganado en objetividad operativa, lo que podría parecer paradójico si no nos percatáramos que esa paradoja proviene de nuestra doble relación con el resto de la naturaleza. Pues de un lado somos parte de ella (y cuando la nombramos podemos hacerlo refiriéndonos a nosotros mismos en ese nombramiento: "nuestra naturaleza animal nos lleva hacia la reproducción"), pero del otro nos sentimos separados de ella (y cuando la nombramos normalmente lo hacemos con ese otro significado distanciador utilizando el término para referirnos a todo lo que no es nosotros: "estuvieron en el campo para respirar naturaleza").

El resultado de esta doble relación paradójica (somos y no somos, o al menos sentimos que no somos) es que los modelos científicos -los modelos de conocimiento- pretendidamente objetivos (Platón y sus ideas-verdad-objetivas surgidas desde el distanciamiento -y negación- de la realidad sensible, de la naturaleza) son en último término subjetivos, mientras que los modelos de conocimiento que asumen que los conceptos -y las ideas por ellos expresados- no son más que palabras, nombres, nomines, productos del ser humano (en tanto que parte de la naturaleza) son, sin embargo, modelos verdaderamente objetivos pues se refieren siempre a objetos de experiencia, objetos que podemos manipular como si se trataran de invariantes absolutas aunque sepamos que no lo son en ese sentido permanente. Así pues, lo objetivo se convierte en subjetivo, y lo subjetivo en objetivo.

Pues en efecto, los eidos originales (Platón), las ideas (término cuyo campo semántico -en el transcurrir evolutivo de la lengua- se ha ido trasvasando desde lo objetivo hacia lo subjetivo) ya no pretenden representar la verdad absoluta, la objetividad plena. La ideas (por medio de las cuales pensamos la realidad) ahora, en nuestra época, pertenecen al ámbito de la mente, aunque siempre en conexión con los fenómenos los cuales son necesarios para su existencia, y viceversa; es decir, ideas y fenómenos son complementarios necesitándose mutuamente. Pues mediante las ideas (o en último término las palabras que las expresan) describimos y concebimos los hechos de la realidad, los fenómenos, siéndonos absolutamente indispensables aquellas para esa descripción. Y al contrario, estos, los fenómenos, nos son necesarios para la propia elaboración de los términos e ideas que los describan.

El problema es que de la relación así descrita se puede derivar que según qué mirada así será la palabra. Visto así, sólo desde esa óptica, el problema quedaría reducido a un mero ejercicio de subjetividad. Sin embargo, éste sería un planteamiento falso ya que esa mirada siempre dependerá de la naturaleza (animal, vegetal o cosa, y también humana) que le rodea. Dependerá de la propia realidad en la está inmerso. Prueba de ello, prueba de esa relación-imbricación hombre-resto de la naturaleza (con su propia cuota de efimereidad y de permanencia) es que ésta puede apreciarse con claridad precisamente a través del hecho diferencial del lenguaje (diferentes lenguas, diferentes usos, diferentes ideas).

En el lado de la permanencia, tenemos la invariancia que da el existir mismo del lenguaje humano no importando ni el lugar ni la época. En el lado de la efimereidad, tenemos su mutabilidad la cual está siempre en conexión con la del resto de la naturaleza.

Culturas como la esquimal, por ejemplo, disponen de varios términos -de varias palabras- para referirse a los diferentes tipos de nieve cuya presencia es extremadamente importante en sus vidas (Eco, 1974, 99). Sin embargo, eso no ocurre, ni ocurrirá, en las culturas que habitan en el desierto del Sahara. Tampoco en las culturas urbanas las cuales, a pesar de todo, han tenido que finalmente recurrir a la adjetivación de la nieve (nieve en polvo, nieve primavera, etc) una vez que ésta ha adquirido una relativa importancia como espacio para el ocio, y por lo tanto ha surgido la necesidad de usar términos asociados que la describan.

Igual pasa con respecto al resto de la realidad, ya conocida o por conocer. Esa diferente percepción de los fenómenos (objetos por definición) produce una diferente forma de representación ideográfica de esos mismos fenómenos, representación que depende del conjunto de la realidad (incluidos los humanos) en la que se está inserto.

Respecto de esa diferente percepción de los fenómenos, la puesta en escena de nuevas formas para expresarlos no tiene por qué circunscribirse a las palabras. Por fortuna, la especie cuenta con la posibilidad de creación de todo tipo de signos (elementos a los que atribuimos un significado) que van desde los signos matemáticos (a los que podemos llamar símbolos por cuanto son creación humana) hasta los signos (símbolos) musicales pasando por cualquier otro que podamos imaginar, y a los que de una manera genérica podemos designar como signos ideográficos ya que en última instancia lo que expresan son ideas.

La aparición de nuevas ideas -en conexión con los fenómenos de experiencia- puede entonces hacerse, por ejemplo, de una manera plástica -visual o sonora- mediante imágenes y volúmenes (espaciales o musicales) con los que expresar esa nueva percepción de la realidad. Tal sería el caso de la aparición del gregoriano, o la forma romántica de los ländler, música para bailar precursora de los valses en la Viena de 1805; o el propio Beethoven; o en el terreno de la arquitectura el estilo gótico; o la (re)aparición de la perspectiva en la pintura en el Renacimiento.

También naturalmente, esa puesta en escena de nuevos signos ideográficos con los que expresar conceptualmente una nueva percepción puede hacerse, bien a través de los signos más comunes como son las palabras, bien mediante otros signos explícitamente creados para sustituirlas. Pienso en este segundo caso en, por ejemplo, cualquier logotipo contemporáneo, o en cualquier símbolo que exprese la imagen de marca de una empresa, una manzana por ejemplo. O en la propia notación matemática moderna, aquella que va sustituir paulatinamente -entre 1436 y 1620- a la notación algebraica de Diofanto (Hull, 1984), y que por su importancia merece una pequeña explicación y reflexión.

Conocida como álgebra retórica, el álgebra diofántica utilizaba las palabras -o más bien sus abreviaturas- para expresarlo todo, incluso los números, con lo que se enmarañaba y dificultaba enormemente cualquier cómputo. La elegancia y simplicidad de la numeración hindo-arábiga, primero, más el esfuerzo colectivo de los matemáticos renacentistas (Regiomontanus, Paccioli, Stifel, Tartaglia, Cardano, Record, Ferrari, Bombelli, Stevin y Vieta son sus nombres) hicieron posible el modelo actual. Con él hemos avanzado en el conocimiento matemático, y con él hemos aumentado nuestra eficacia ya que, en tanto que instrumento de otras ciencias (y de la misma matemática), ha facilitado la aprehensión de constantes operativas (elementos invariantes en la realidad), que trasvasados al campo de la técnica han supuesto la posibilidad de obtener mejores resultados en nuestra relación con la naturaleza. Y ello con un menor esfuerzo.

Pero al margen de la importancia de la aparición de nuevos signos, lo esencial en este ejemplo del largo desarrollo en la creación del álgebra simbólica (casi doscientos años) es que fue posible gracias a la aparición de una nueva mentalidad emergente fruto de los procesos complejos de transformación de nuestras sociedades y su entorno, procesos bien conocidos que dieron lugar a una nueva forma de ver la realidad misma. Es lo que llamamos Renacimiento, periodo en el que el ser humano cambia poco a poco de lugar, se reubica, distanciándose del entorno -como para coger impulso- de manera que acaba sintiéndose más libre, paradójicamente más en el centro (antropocentrismo) hasta el punto de poder modificar a su albedrío lo que de la auctoritas de los antiguos había heredado.

Y en el trasfondo de todo ello está siempre el modo de percibir los fenómenos. Diferente, cambiante, evolucionando con la propia realidad en la que somos y experienciamos. Por esta razón las palabras (por ceñirnos sólo a ese tipo de signos) se transmutan, modifican o añaden nuevos contenidos semánticos, nuevos usos y significaciones en la medida en que surge la necesidad de una mejor explicación de esos fenómenos. Y así, en ocasiones, los términos viven cambios profundos en sus significados debido, en gran medida, a la naturaleza misma de los fenómenos que quieren significar. Por ejemplo, el impulso que da la máquina de vapor de James Watt (sorprendente naturaleza manufacturada) al uso de la nueva palabra, del nuevo adjetivo, "revolucionario" en el siglo XVIII, se explica por la singularidad transformadora de esta máquina debido en gran medida a su capacidad de imprimir un movimiento rotativo cosa que no hacían las máquinas predecesoras de Savery y Newcomen. La nueva máquina, que mide su capacidad en revoluciones por minuto, era en sí misma revolucionaria, y por extensión el adjetivo pudo aplicarse, y así se hizo, a otras dimensiones de la realidad.

Las palabras pues cambian de significado. De una cultura a otra y de un tiempo a otro. Y lo hacen porque aunque pertenecen al ámbito de la mente son necesarias -nos son necesarias- para describir los fenómenos, y para concebirlos. Pues pese a que estrictamente se puede concebir sin ellas, en el momento en que existe la necesidad o la voluntad de expresar lo concebido no hay más remedio que recurrir a las palabras -sonidos con significación- las cuales precisamente cambian, se modifican y crean para poder establecer relación con lo fenoménico de lo cual formamos parte. Y esa relación, establecida gracias a los signos, se efectúa así porque se pretende múltiple, es decir no reservada a uno o dos hablantes sino a todo el grupo humano (comunidad lingüística, comunidad científica, etc.) para quien esa zona de lo fenoménico sea relevante y significativa.

Conceptos como coyuntura (económica), valor añadido, plusvalía, sinergia, láser, o cualquier otro neologismo como por ejemplo homeostasis o geoestrategia, han sido creados por el ser humano para poder describir hechos pero también para, al mismo tiempo, ser capaces de utilizar los términos empleados en esa descripción como instrumentos de comunicación en el análisis científico. Los ejemplos de arriba literalmente han sido "inventados", imaginados, creados por el ser del hombre. Y esta capacidad inventiva que nos permite crear nuevos términos se manifiesta de una manera constante (invariante) en la historia humana, aunque quizás hoy en día más que nunca, de suerte que casi no hay actividad (científica, económica, comercial, militar, educativa, tecnológica, etc) en la que no se establezca en primer lugar, y como un primer paso de un plan de acción, uno o más conceptos con los que resumir sintéticamente el propósito de esa acción (y de su pensamiento).

Sin embargo, la capacidad inventiva y creadora del ser del hombre capaz de sacar a la luz, y maquinar, nuevos términos no surge de la nada. La etimología del verbo concebir así lo indica2, de manera que en ella hay también una referencia a un objeto exterior, es decir a un fenómeno de experiencia. Y así tenemos que en la raíz indoeuropea del verbo, kap-, éste significa tomar, coger (Roberts y Pastor, 1996), y que en el propio latín (la lengua inmediatamente antecesora de nuestro verbo, concipere) aún se mantiene esa significación aunque ya se le incorporan las acepciones subjetivas de imaginar, comprender y expresar. Ambas áreas semánticas, la subjetiva y la objetiva (imaginar y tomar respectivamente), coexisten pues cuando realizamos la acción de utilizar un concepto, es decir en el momento en que realizamos la acción de conceptualizar. Y lo mismo cuando lo creamos (concibiéndolo): de una parte imaginamos y expresamos, pero de otra tomamos y cogemos.

La causa de esto, de esta doble cualidad que mezcla lo objetivo y lo subjetivo (el objeto percibido como constante y el sujeto que lo percibe), reside en la conciencia que hay en el ser del hombre surgida en el mismo momento en que éste aparece hace unos 35000 años. Pues con la conciencia el ser humano puede imaginarse puede pensarse y sobre todo sentirse separado del resto de la naturaleza, como ya se ha dicho (p.46), y hablar de ella como si de un objeto ajeno y diferente se tratara. Ese sentimiento nos permite (a diferencia de otros animales o formas de la realidad) la relación moral sujeto-objeto, lo cual sería imposible sin la posesión de ciencia -consciencia, cum scientia- es decir sin la posesión de conocimiento y de saber. Esa posesión, perfectamente resumida en el mito judeocristiano de la fruta en el paraíso del árbol del bien y del mal, cumple una doble función: de un lado nos proporciona conocer, pero del otro nos expulsa de lo conocido. Nos distancia de la naturaleza/paraíso y al mismo tiempo nos une, siendo el (con)saber el vínculo indispensable para no ser expelidos definitivamente de ello.

Para compensar esa pérdida, y el sufrimiento consciente que nos acarrea, el ser humano, desde el momento mismo de su aparición, concibe (crea) instrumentos que por su misma naturaleza humana devienen signos, es decir tienen una significación, un significado para su vida y su conducta.

Las más evidentes, en contra de lo que se pudiera pensar, no son las Palabras, sino los buriles, puntas de flecha, rascadores y hachas con las que el ser del hombre se dota en ese intento desesperado por sobrevivir, (para no ser definitivamente expelidos de ello) evitando su extinción debido a la incapacidad "natural" de (sin garras, ni fuerza, ni otras cualidades no intelectivas) interactuar adecuadamente con el medio, es decir con el resto de la realidad.

Esos instrumentos, prolongaciones del brazo y de la mente del humano -extensiones del hombre que diría McLuhan- son instrumentos de supervivencia pero también (debido a su naturaleza sígnica artificial, techne) lo son de comunicación. Sirven, como las palabras, para (re)establecer la conexión indispensable con el resto de la naturaleza so pena que, de no lograrlo, desapareciéramos de ella. Con estos instrumentos, con la palabra y otras técnicas como la pintura, se inicia ese largo proceso de interacción en el que aún estamos inmersos.

Este proceso de interacción -común no obstante al resto de la naturaleza- tiene sin embargo en nosotros, en el ser del hombre, una característica diferencial respecto del resto del ser, respecto del resto de la realidad.

Se aprecia bien al reflexionar sobre la pintura. Con ella pretendemos conscientemente lograr esa "apropiación visiva de la realidad" -según la afortunada expresión de Paolucci- por medio de la cual suplir ese sentimiento de carencia3, de distancia, respecto al paraíso que tenemos ante nosotros mismos, a nuestro alcance, tan cerca pero al mismo tiempo tan lejos.

Podemos pintar por mil razones. Para expresar una idea, captar un movimiento, conseguir dinero, cazar un bisonte, recordar un lugar o una persona, reequilibrar nuestra salud mediante una pintura ritual como los navajos, o simplemente elaborar un mandala4 con el que adquirir y traspasar. Pero en todos los casos esta acción, la de pintar, significará que con ella estamos intentando apresar, aprehender (de una manera constante), mostrar -a uno mismo y a los demás- aquello que "naturalmente" no tenemos, y sólo con mucho esfuerzo y determinación podemos llegar a obtener.

Este intento de apropiación visiva de la realidad, se transmuta en el caso de las palabras (y signos matemáticos entre otros) en una voluntad de apropiación fónica y conceptual (que se pretende constante) de esa realidad movediza en la que somos. Es una apropiación intelectiva, propia de nuestro intelecto, de nuestra conciencia -nuestro (con)saber-; justo el tipo de actividad producida en base a aquello que nos diferencia del resto de la realidad, del resto de lo que es, es decir esa capacidad que tenemos para elaborar un discurso sígnico, complejo y arbitrario5.

Con el pensamiento que lo hace posible nombramos, decimos y comunicamos entre nosotros haciéndolo en referencia siempre a un hecho, un tercer objeto convertido de esta manera en una unidad de transacción intelectiva, es decir, y gracias a la palabra que lo nombra, en un objeto que nos pertenece. Con ella -gracias a ella- intercambiamos ideas, conceptos, recuerdos, memoria, formas de apresar -concebir- la realidad, leyes científicas, matices nuevos que mejoran, desplazan o complementan a los anteriores, pero que en todos los casos suponen una apropiación (intelectiva) de aquello que nombramos.

Y con el pensamiento, creamos technes, instrumentos técnicos -prolongaciones del hombre- mediante los cuales podemos obtener la apropiación (ya sin adjetivo alguno) de aquello que carecemos: alimento, seguridad, más conocimiento. En definitiva, bien-estar en grado más permanente.

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1 para el caso del cuerpo, algo lo suficientemente permanente como para poder establecer constantes operativas (el ADN mitocondrial como máxima constante por ejemplo; aunque naturalmente hay otras, las que dan lugar a la Medicina, por caso), y algo lo suficientemente inestable como para poder afirmar que cambia hasta su desaparición y transformación. (volver)

2 una acepción de concebir es justamente la de quedar preñada.(volver)

3 toda apropiación implica un deseo y todo deseo una carencia.(volver)

4 voz sánscrita que significa círculo. (volver)

5 El proceso conocido en Castilla como "la berrea", durante el cual los cérvidos proceden a la selección, lucha y apareamiento (emitiendo los machos unos tremendos berridos), es sin duda un discurso sígnico. El "baile de las abejas" podría incluso decirse que es complejo. Pero el Guernica de Picasso, o el último término inventado por un muchacho de una barriada suburbana, y que sus amigos repiten porque les hace gracia y/o expresa muy bien algún significado, diría que es arbitrario. O al menos lo suficientemente arbitrario para decir que lo es. Aunque sea matizable.(volver)

 


 

Ser y realidad El cambio constante. Copresencia en el cambio