SOBRE
LA REALIDAD
(virtual o no)
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¿Quién teme a esa tontería del ser?
Tratar el tema del ser en los tiempos que corren probablemente, además de arriesgado, es completamente inútil. Por de pronto la palabreja es vista así -como una palabreja- por casi todo el mundo, incluso por aquellos que se dedican a la filosofía. No tiene nada de extraño ya que el concepto al que remite y que se expresa mediante ese término implica una enorme capacidad de abstracción - brutal incluso- difícil de asimilar en muchos casos. Ocurre lo mismo que cuando hablamos de las dimensiones del Universo y empezamos a utilizar cifrar mareantes para los hábitos mentales del pensamiento cotidiano. Podremos hablar de 10 elevado a 10 millones de galaxias, cada una conteniendo 10 elevado a 10 millones de estrellas, podremos hablar de miles de millones de años luz en el tiempo y el espacio, podremos decir que usted que está leyendo esto se mueve con/en/sobre/ el planeta Tierra a una velocidad aproximada de 40 kilómetros por segundo (más o menos; en realidad depende del lugar en que nos encontremos en nuestra órbita elíptica) y que, siguiendo con el ejemplo de los 40 Km./sg., usted ha recorrido durante la última hora de vida una distancia aproximada de 14.400 kilómetros, y que a lo largo de su existencia usted ya se ha movido más que la MIR (la estación espacial soviética) y encima dando vueltas como una peonza. Podremos decir todo esto, pero aunque estas cifras sean conceptualmente aprehensibles no las asumiremos en general ni emocional ni intelectualmente, sino que las sentiremos como algo ajeno aun cuando podamos aceptarlas. Esa dificultad en asumir asuntos que están demasiado fuera de la órbita de lo cotidiano también afecta al concepto del que hablamos. En el caso del ser simplemente se tiende a fabricar sustitutivamente un constructo mental de tipo antropomorfo de manera que, para la inmensa mayoría, cuando los filósofos hablan del ser "ellos" están hablando de una especie de individuo, un tal Ser -al que nadie ha visto- el cual parece que posee un montón de cualidades, difíciles si no imposibles de comprobar, siendo la principal y más jocosa de ellas la de que ese Ser es Ser. En cierta manera esta visión del asunto me recuerda a un Monty Python (Eric Idle creo) quien tratando de explicar en un film la católica visión trinitaria de Dios a un grupo de deseables y mayorcitas adolescentes percibidas como adultas bajo su inmaculado uniforme gris (tras haberlas visto en la ducha) y que permanecían atentas y ávidas de obtener respuestas de una monja que por alguna obscura razón les resultaba atractiva (el Monty Python disfrazado como tal), éste, Eric Idle, comparaba al dios católico de la Trinidad con un trébol (con sus tres hojitas) para al final concluir, después de una serie de divertidas ocurrencias respecto al papá, al hijo y a la paloma, que ése dios era una especie de irlandés, un verde bajito rechoncho y encantador personaje deseoso de hacer favores. Francamente divertido. En ambos casos. Así las cosas, y teniendo en cuenta la percepción común que hay de la filosofía y de sus habituales tratamientos de los problemas filosóficos de fondo, no me extraña que los científicos (y en especial los físicos) huyan de ésta como de la peste. Alguno incluso, como Max Tegmark (un físico) de la Universidad de Pensilvania, reconoce que entre sus colegas el sentimiento que tienen al hablar con filósofos es "como si les pillaran saliendo de una sala X". Este rechazo -al menos público- hacia la filosofía creo que es bastante normal teniendo en cuenta el espectacular crecimiento de las ciencias de lo concreto a lo largo de estos últimos siglos. A más resultados tangibles, a más conocimientos prácticos, menos teorización globalizadora, menos filosofía en suma, de manera que ya no se percibe como necesario el marco teórico que ésta ha ido proporcionando al resto de la ciencia a lo largo de los siglos. No hay ninguna necesidad de ella. Esta manera de pensar parece que ha sido una tendencia natural a lo largo del siglo XX ya que durante el mismo han ido desapareciendo en todos los países occidentales todas las materias relacionadas con la filosofía anteriormente incluidas en los planes de estudios básicos previos a la Universidad. Y/o en el peor de los casos relegadas sólo a un tipo de bachillerato específico para alumnos que estudian latín y griego y que suelen tener una pésima formación y una prácticamente nula mentalidad científica; o lo que es lo mismo, relegadas a un ámbito distinto al de su origen natural: el conocimiento físico-matemático. Como parte de mi época yo mismo he pasado por un relativo y breve periodo escéptico respecto de este tema. Sin embargo creo que es necesario aclarar que el escepticismo del que hablo no lo fue en un sentido técnico, es decir en el sentido de negar la posibilidad de conocimiento, que es como se definiría al escepticismo como corriente filosófica. Más bien se trataba de un escepticismo por así decirlo, coloquial, materialista. Entendía (y sigo entendiendo) que fuera del ámbito de la experiencia sensible, material, no era posible, en un primer peldaño, obtener ciencia. Este escepticismo materialista me llevó a la conclusión precipitada y errónea de considerar a la filosofía como una disciplina inútil a pesar de estar comprometido con ella (es decir, con la propia filosofía entendida como la búsqueda del conocimiento, y no con sus materias regladas); comprometido, engagé hasta los tuétanos. Pasado ese breve periodo, que me llevó incluso a dejar la enseñanza y embarcarme en otros derroteros (en otras derrotas que a la postre resultaron ser filosóficas) creo que tengo la obligación (tal y como se indica en el Prólogo) de cumplir con el objetivo previsto en mi formación. Primero, porque me apetece ya que forma parte de mi telos, de mi (auto)programa. Segundo, porque teniendo esa formación o al menos teniendo el conocimiento adecuado (según quien lo mire, claro), me parecería un delito no devolver (al menos una) parte del dinero y el esfuerzo gastado para ese objetivo. Por desgracia, el asunto, el esfuerzo, en el que yo mismo me he metido trata nada menos que del ser, esa cosa tan risible. Pero, no hay que perder de vista -no hay que perderle la cara- a la palabra, y para ello conviene recordar que sólo es eso, una palabra, un soplo de voz, con el que expresamos un concepto, el cual está sometido a las mismas reglas que aplicamos para la formación de conceptos (significaciones), y que, en tanto que tal, vale lo mismo que cualquier otro, mesa, función de x, sinergia, o computadora, aun cuando su grado de abstracción sea más amplio. Y en este sentido conviene recordar que cuando creamos una palabra -mesa, por ejemplo-, a través de ella estamos construyendo un sonido -un símbolo, un signo arbitrario- mediante el cual podemos expresar de una manera breve, sintética y económica todo el vasto conjunto de mesas posibles; o lo que es lo mismo, creamos una abstracción -un conjunto- que abarca a la clase de elementos, i, que tienen tales o cuales características, en este caso las características que son propias de aquello que llamamos mesa. Luego, cuando queramos volver a descender al detalle, hablaremos de ésta o aquella mesa, de la mesa de mármol, o de la mesa del zaguán, o de que 'esto' no es una mesa, pero siempre estaremos empleando un único término, un único concepto -mesa, el cual podremos usar en cualquier tipo de discurso que hagamos sobre la realidad en el que nos resulte útil como descriptor, no importando ni el momento ni el lugar en que ese discurso sobrevenga. (Salvando las distancias, el concepto tendría el valor de fijar en una palabra aquello que consideramos constante, que es exactamente lo mismo que hacemos -con más palabras, con más signos- cuando expresamos un comportamiento de la realidad mediante una formulación matemática: como por ejemplo el principio de Arquímedes mencionado en p.22 (del texto impreso). Este
procedimiento en la formación de conceptos, naturalmente es aplicable
también a aquellos que expresan los números. En este caso,
la dificultad añadida al realizar el proceso de abstracción
es que no existe ningún uno o ningún dos en la realidad,
o al menos no en la manera en que existe una alondra o un río.
El concepto está ahí para ser atrapado, para ser concebido,
lo que ocurrirá cuando el perceptor interaccione con el resto
de la realidad a la que el perceptor, por cierto, también pertenece.
Y lo mismo ocurre con el concepto matemático de x, una abstracción de abstracciones. Con él hemos creado un sonido, un signo arbitrario (en definitiva un símbolo) con el que expresar la idea de incógnita en el interior de una ecuación. El concepto de x, en tanto que incógnita numérica puede, en principio pues, valer cualquier número, pero sólo cuando la ecuación quede resuelta, es decir cuando esa incógnita quede despejada (desvelada), será entonces cuando podremos reducirla a un único valor. Sólo en ese momento, el conjunto infinito de números posibles que representa el concepto de x se restringirá a un único número (en algunos casos, a más de uno). En todas las ocasiones, sea con el concepto de x, como con el de mesa, como con el del número tal o cual, o con cualquier otro concepto, éste (la significación de esa voz, escrita o sonora) tendrá la doble cualidad de, por un lado, ser capaz de transmitir de una manera económica rápida, y generalmente inequívoca, una serie de características de la realidad que sean relevantes para el interlocutor, y por otra parte, éste (el concepto) podrá ser aplicado en una amplia variedad de aconteceres a lo largo del espacio y el tiempo, siendo la palabra lo que permanecerá en ellos como lo duradero (provisional). El problema con el concepto ser, es que, además de no resultar relevante para casi nadie, encima es entendido de una manera antropomórfica (como se ha dicho más arriba): una especie de individuo o algo así, por más que ni de broma sea eso, ni nunca lo haya sido. Probablemente, esta suerte de antropomorfización involuntaria tiene su origen en el uso del artículo masculino antecediendo a la palabra, de tal manera que es normal decir "el ser", lo cual casi de una manera inevitable nos remite mentalmente al otro uso que hacemos del término, el de "el ser humano", es decir a su adjetivación humana, probablemente porque es el segmento de ser que más nos preocupa. Sin embargo, la expresión usada por Parménides (el primero del que se tiene noticia que lo hiciera) es tó ón, es decir, un artículo neutro [tó] acompañando a la forma neutra (ni masculino, ni femenino) del participio presente [ón] del verbo ser. Según explicaciones dadas por especialistas en griego (yo no lo soy, ni conozco esa lengua) su mejor traducción sería siempre "lo que es". El punto de vista de partida para la indagación realizada en este libro partió justamente de ahí, y en el fondo no puede ser más sencillo. Surge a partir del verbo ser, común a todos los idiomas, y a partir del uso común de la tercera persona del tiempo presente "es" para designar lo conocido, y lo que nos gustaría conocer. Su uso generalizado abarca todos los ámbitos de la realidad, y sirve como un descriptor básico para todo: para aquello que ya conocemos (o más exactamente, para aquello acerca de lo cual ya tenemos una respuesta)- "tal elemento de la realidad es de tal o cual manera", tiene tales o cuales características-, y para aquello que queremos conocer -"¿qué es un agujero negro? ". Podemos responder a las cuestiones acerca de lo que es un árbol, una mesa, un soneto, un planeta, una estrella, un agujero negro, un protón, etc., etc., de muy distintas maneras según qué aspecto de la realidad se trate. Las ciencias particulares se encargarán en gran medida de hacerlo y seguramente darán respuestas acertadas y desde luego prácticas (operativas) para cada una de nuestras incógnitas, pero lo cierto es que en cada una de ellas surgirá el es como denominador común. Se trataría entonces de encontrar una(s) característica(s) a ese "es" presente en todas ellas; es decir, lo que hace que la palabra pueda ser expresada en, aplicada a, todo tipo de situaciones y elementos de la realidad. Ese común denominador así concebido puede tener un nombre, podemos darle un nombre (al igual que hacemos con la x en tanto que incógnita matemática), y desde luego podemos llamarlo concepto. Normalmente se ha convenido en utilizar la palabra ser para expresarlo, aunque como hemos visto un poco más arriba sea una palabra viciada e incorrecta. Por esta causa resulta preferible recuperar los buenos hábitos y volver a remitirnos a ese "es" cotidiano, desde el que vemos, sentimos, deducimos, y soñamos, y desde donde ha podido surgir como concepto general. Por eso, he creído preferible usar, en la mayor parte de los casos, la expresión 'lo que es', que probablemente sea aún más enrevesada, pero, en fin, más precisa. Existe además un problema añadido en esta indagación. La expresión es, el concepto es, puede ser aplicado a demasiadas cosas: a lo que es tal o cual sentimiento, a lo que es el sistema solar en el siglo XV, a lo que es el Gran Manitú de los indios de las praderas de América del Norte, a lo que es Zeus, a lo que es el amor, a lo que es el conocimiento, a (¿qué es?) lo que hace que la máquina se mueva, a lo que hace que el protón interaccione, que el electrón se dispare, a lo que 'piensa' el mosquito antes de chupar la piel, lo que hace que tal animal tenga tal o cual comportamiento, lo que hace que se produzca el Big Bang, etc., etc.,. En definitiva, el es se convierte en el común denominador de una multitud de elementos, miles de millones (recuerde sólo para no sobresaltarse los 10 elevado a 10 millones de galaxias, cada una conteniendo diez elevado a diez millones de estrellas; al menos). Se trataría de un concepto fuerte, muy fuerte. Con un nivel de abstracción verdaderamente amplio que hace referencia a todo lo que damos en llamar realidad (independientemente del matiz de consistencia que pudiera ésta tener, o parecer tener). Una fotografía no es la imagen fotografiada; la una pertenece a un ámbito de la realidad, y la otra a otro; pero ambas son algo, ambas son realidad (y lo mismo sucede con el espectro del radiotelescopio). Son, es, siendo, la palabra clave está en torno al verbo ser, del cual surge el concepto. ¿Nosotros
los seres humanos nos vamos a amedrentar por una magnitud cuasi infinita?.
A lo mejor un físico sí. Un humano no debe. Y la única
manera de agarrar -de aprehender - esa inmensidad es haciéndonos
copartícipes de ella (haciéndola nuestra) mediante una
conceptualización, es decir mediante un concepto en el que queden
subsumidos racionalmente toda esa infinidad de elementos. Y ahí comienza la indagación.(inicio)
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